El libro comprende setenta y dos conferencias pronunciadas por el autor en diferentes fechas en las sedes de la Fundación Logosófica en Buenos Aires, Rosario, Córdoba y Montevideo. Esta obra constituye una cálida y profunda fuente de estímulos para la investigación individual, a la vez que un utilísimo libro de consulta respecto a puntos capitales de la concepción logosófica. Encierra en sus páginas preciosas joyas conceptuales, accesibles al lector sincero y reflexivo, y factibles de ser llevadas a la propia vida con sorprendente resultado.
En esta oportunidad les presentamos…
EL ARTE DE CREARSE A Sí MISMO
Cada vez que os hablo, lo hago para afirmar en cada uno de vosotros conceptos e imágenes que todavía no han sido fijados en forma permanente.
Es muy difícil el arte de crearse a sí mismo; constituye una tarea ardua y grande, que no podría realizarse si antes no se ha alcanzado la capacitación que permite llevar a cabo dicha obra.
La Logosofía enseña ese arte; pero, naturalmente, se requiere educar primero al artista, para que su obra no resulte incompleta o defectuosa.
La Sabiduría Logosófica quiere que todas las obras de, valores permanentes para el alma humana lleguen, si no a la perfección –pues son muchas las deficiencias que tiene el ser humano–, por lo menos a un alto exponente de belleza; y quiere, también, que cada uno de los rasgos que presente sean naturales; que no exista nada artificial o postizo. He ahí el gran secreto.
Para realizar este gran objetivo, la Logosofía ha debido plasmar en las mentes humanas una nueva concepción, teniendo en cuenta el grado de abandono e incipiencia evidenciado en la gran mayoría de los seres humanos que pueblan la tierra.
En los momentos iniciales de su labor, dentro de ninguna mente ni si quiera sospechas existían de las verdades que la Logosofía ha puesto de manifiesto a la inteligencia humana. Cuando por primera vez expuso que el hombre tenía dos mentes, un sistema mental, una red psicológica y muchas otras cosas más, sólo encontró perplejidad y escepticismo en todos sin excepción. La Logosofía debió, entonces comenzar su obra constructiva haciendo realizar a unos y a otros los primeros tramos del proceso de evolución consciente señalado en sus principios. Mas no todas las mentes son dóciles para hacerles realizar con regularidad ese proceso; tan delicada es la susceptibilidad mental que es preciso, al dárseles a conocer estas verdades, protegerlas de toda injerencia extraña, a fin de facilitarles la comprensión de cuanto se les expone al respecto. Es por eso que el proceso hacia tal realización debe ser conducido con sabio tacto y conocimiento.
El extremo antagónico de la mente es el instinto, manifestación inferior de la naturaleza humana y expresión rudimentaria que señala al hombre los primeros días de su existencia. Entre un polo y el otro –la mente y el instinto–, se halla la región del sentir, el sentimiento, cuyo centro afectivo y sensible es el corazón, que viene a ser como el fiel de la balanza psicológica.
Es necesario tener presente que, cuando los pensamientos se jerarquizan y se identifican con la vida, se condensan en el corazón transformados en sentimientos. Esto quiere significar que, pese a la importancia primordial que la mente asume en la vida humana, nada se liga a ella en forma permanente si no ha sido incorporado a esa región del sentir, esto es, al sentimiento, centro de todos los afectos.
Se explica así por qué la vida de los seres humanos, con las consabidas exclusiones, es en general efímera en cuanto al aprovechamiento y perdurabilidad de la capacidad consciente, pues la mente, influenciada por todo lo externo e insustancial, hace vivir también al ser una vida externa, intrascendente, siendo pocas las veces en que esa vida toma forma y se manifiesta en el corazón humano.
En verdad, se desea y se quiere con la mente, porque no han aprendido los seres a querer con el corazón. Resulta así que, cuando la mente logra lo que quiere o desea, desde ese mismo instante deja de darle el valor que antes atribuyera a aquello que quiso o deseó, por la simple razón de no haber existido, en la circunstancia señalada, ni la conciencia del deseo ni el querer honesto del corazón.
Cuando se quiere con el corazón se quiere con la vida misma mas es necesario educar ese querer para que pueda manifestarse sin peligros.
Lo que se quiere con el corazón permanece en la vida, y no sólo tiene valor antes de alcanzar su posesión, si no que ese valor se acrecienta a medida que se llega a su realización. Además, el logro de esa posesión infunde respeto y da una cabal noción de la responsabilidad que se asume al contar con ella.
Es necesario, pues, que el ser humano sepa fijar su querer; que sepa lo que quiere para no ser traicionado por sus propios pensamientos. Es una verdad incuestionable que, si cada uno se interrogara al respecto, muy pocos podrían, con sinceridad, responderse a sí mismos, por ser común a todas las mentes el cambio diario de querer; y, ¿qué podría edificarse, entonces, en medio de semejante tembladeral?
La Logosofía enseña al hombre la más difícil de todas las artes: la de crearse a sí mismo. Y la enseña haciendo experimentar en el propio ser –no fuera de él– la verdad que contienen los conocimientos que prodiga. Para ello, le invita a vivir permanentemente en ese mundo superior donde impera la reflexión serena y con viven los grandes pensamientos creadores, y donde la realidad se sustancia en todo cuanto existe. Mas es muy natural, y por cierto inobjetable, que, para alternar en el mundo superior de las ideas, se requiera adaptarse a sus exigencias y mantenerse en el mayor equilibrio, a fin de que la razón pueda funcionar sin ser interferida por la imaginación.
Al enseñar a vivir en la realidad del mundo mental la Logosofía hace que la palabra del saber fije y grabe profundamente en la inteligencia y en el corazón del hombre la imagen de lo que quiere. Conviene, pues, que, cuando ese querer se pronuncie, no sea jamás suplantado o perturbado por otro querer, porque esto anularía o debilitara mucho su fuerza.
Debe el ser cuidar mucho las posibles oscilaciones de la voluntad, a fin de mantener inalterable el querer forjado. Si alguien no comprendiera el significado de esta enseñanza y prefiriera otras formas de querer, libre es de seguir sus inspiraciones, y ojalá estén ellas animadas por el mejor acierto.
Todo esto debe llevar a la reflexión lo ardua y pesada que es la tarea de enseñar un arte tan difícil y complicado, como lo es el de crearse a sí mismo. Ello dará la noción de la medida y alcances de esta inmensa Obra, como así también de la solidez de los principios de esencia eterna que contiene la Sabiduría Logosófica, porque cuando los pensamientos que la integran se manifiestan para iluminar las mentes, lo hacen en plena madurez de su conten ido fertilizante. Por eso, el pensamiento logosófico debe fijarse en la vida, absorbiéndose así la fuerza de su expresión.
Hay que convertir la mente en una fortaleza inexpugnable. Es necesario ser muy dueño de la propia vida para defenderla, también, como algo propio y no como algo extraño. Una de las primeras y grandes formas de defensa consiste, justamente, en modelar esa vida a imagen y semejanza del pensamiento arquetípico de su creación, pues cuanto más se perfeccione el hombre, más fuerte será y menos blancos presentará a los dardos de la maldad y a las no menos peligrosas sacudidas de sus debilidades o flaquezas.
Son muchos los seres que viven en permanente descuido; y viven así, porque no saben cuidar sus vidas. Con la palabra, por ejemplo, pueden hacerse a sí mismos mucho mal. Pongamos por caso, cuando el ser no es capaz de respetar sus propias palabras: ¿cómo pretender, luego, que lo respeten los demás? Así es como se llega, finalmente, a un problema cuya solución es necesario abordar y alcanzar.
Es costumbre general predicar y decir que no debe mentirse. He aquí una gran verdad: no hay que mentir. No obstante, el que dice verdad experimenta muchas veces amargas contrariedades, porque hay verdades que duelen, haciendo reaccionar al semejante. Entonces, ¿qué hay que hacer? Muy sencillo: decir la verdad oportunamente, nunca a destiempo; y decirla para construir, no para dañar, como los que afirman: «¡Yo soy muy franco!», lanzando inmediatamente una verdad que, con intención o no, humilla o avergüenza al semejante. Es esa una verdad tiznada, y deja, por tanto, de ser verdad en el instante mismo en que se pronuncia, por llevar en potencia el germen de la violencia, como lo prueban tantos episodios ingratos ocurridos por esa causa.
Hay también mentiras piadosas, mentiras que consuelan; son éstas las únicas de género elevado, las únicas permitidas por la moral humana. Pero es preciso tener un gran dominio de sí mismo y llevar muy buena cuenta de las palabras que se pronuncian, para no incurrir en lamentables errores, pensando que esta o aquella mentira serán inofensivas. En todos los casos, siempre habrá que tener muy presente el alcance de cada palabra para poder medir sus consecuencias. De ahí que sea preferible, siempre, abstenerse en lo posible de hacer manifestaciones que contraríen la realidad que asoma tras los pliegues de cada verdad.