Generosidad y egoísmo. Entre lo social y lo individual.
por: administrador
26/05/2025

El fondo ético de muchas ideologías políticas del último siglo y medio se basa en la presunción de que el ser humano es por naturaleza egoísta, y que la sociedad debe organizarse para suplir esa deficiencia imponiendo un esfuerzo individual en favor de lo social.

Aun cuando se reconoce que hay seres humanos generosos, al mismo tiempo se asume que la imposibilidad o dificultad de cambio del ser humano hace indispensable que la proporción mayor de egoístas, sea contrarrestada por normas que impongan una distribución más «equitativa» de la riqueza.

Simplificando, esta solución asume que el egoísmo es una enfermedad social, generada por una desigualdad de base en la distribución de la riqueza que el estado debe equilibrar con políticas fiscales específicas para ese fin.

Pero el egoísmo no es una enfermedad social sino una enfermedad del alma. La solución fiscal es como usar una aspirina para combatir un cáncer.

El mismo egoísmo que afecta a una amplia porción de la humanidad afecta también a quienes administran esas políticas fiscales, lo que se hace evidente para todos. Aún quienes se encuentran entre la minoría que pudiera considerarse «generosa» van poco a poco perdiendo los incentivos para aportar a nivel fiscal cuando comprueban el pésimo uso de esos recursos que hace la corrupción y la demagogia de quienes administran el sistema desde los estados. La consecuencia es que el intento de encontrar una solución social al problema, sin encarar la causa individual del mismo, con el tiempo lo agrava, porque promueve una serie de arbitrariedades que quitan los incentivos para actuar con generosidad.

Pero, ¿Cuál es la causa individual del egoísmo?

Todo parte de un pobre concepto de la vida que nos lleva a concebir la biología como el único indicador de su durabilidad. Si el ser humano no concibe la posibilidad de trascender más allá de lo que marca su biología, es lógico que lo material pase a ser el principal indicador de valor. Si no hay vida espiritual, no somos más que animales sofisticados; y si fuera así, la supervivencia manda. En ese contexto, la acumulación de riqueza es la ubicación más lógica, en el objetivo de garantizar una vida lo más cómoda y segura posible.

Tampoco son una solución las creencias religiosas, que por lo general promueven una generosidad especulativa, asociada a la promesa de un más allá, o de una rencarnación en donde nada tiene que ver el esfuerzo individual, sino más bien, la resignación a lo que toca en cada ciclo vital.

Una solución al problema del egoísmo que indudablemente tendría un efecto mucho más duradero en la humanidad que las que tratan de imponer conductas desde lo social, es enseñar desde la más tierna infancia, a percibir este tipo de sensaciones, valorizándolas por encima de otras sensaciones placenteras que se producen en la vida.

El estímulo sistemático de actos de bien, de la vocación de servicio; el comprobar que se puede ser útil a cualquier edad, no como un «deber ser» o para cumplir con un dogma que nos garantice un “más allá”, ni para cosechar felicitaciones que alimentan vanidades, sino desde el reconocimiento íntimo de la alegría que producen estas manifestaciones del propio espíritu, indudablemente irían sentando las bases de una humanidad mucho más generosa que la actual.

Fernán Melella    Mayo 2025 

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