Es una verdad incuestionable que todo esfuerzo individual tendiente a un mejoramiento de las condiciones personales, familiares o de la sociedad en general, es digno del mejor estímulo y del mayor respeto. Su importancia en la vida de relación es de un inestimable valor por el aporte que significa para el progreso de las perspectivas colectivas.
El ser de iniciativa, salvo raras excepciones, es de por sí trabajador, entusiasta y en muchos casos estudioso o investigador aventajado. De su empeño surgen en numerosas ocasiones obras dignas del mayor encomio, y no pocos son los que se benefician merced a ese esfuerzo de los capaces, es decir, de quienes no solamente saben bastarse a sí mismos, sino que saben ayudar a los demás fomentando con su ejemplo constructivo la difusión del progreso.
No auspiciar la iniciativa privada, no ampararla y estimularla en cuanto sea menester para su libre expansión, implicaría esterilizar las energías individuales y restar a la sociedad las más fecundas fuentes de adelanto y bienestar social. (Ver “Logosofía” Nº 33 pág. 13-14)
¿Qué sería un país, por ejemplo, en que a cada ser se le asignara una determinada obligación y todos cayeran en una rutina improductiva? La respuesta es bien fácil de concebir, pues nada es más molesto ni más gravoso a un país, a una sociedad o a una familia, que el cargar con el peso muerto de los que por incapacidad o indolencia se hallan siempre a merced del socorro ajeno.
El hombre de iniciativa propia trabaja y da trabajo a los demás. De ahí que el auspicio de la iniciativa privada sea uno de los medios más acertados y mejores para solucionar el problema de la desocupación. Pero esto sólo no bastará como solución eficaz; se requiere a la vez inculcar a cada uno la necesidad que debe lógicamente experimentar como ser racional, de contribuir con su esfuerzo a que sean siempre menos los que se hallen en condiciones tales de inferioridad que requieran necesariamente del auxilio ajeno para su propia subsistencia.
Cabe destacar aquí la coincidencia de opinión con nuestro pensamiento, de Monseñor Miguel De Andrea, quien al referirse hace pocos días a la iniciativa privada, dijo en la Federación de Asociaciones Católicas de Empleadas que era imprescindible tener libertad para asociarse de acuerdo con las propias creencias y las propias convicciones, como asimismo para trabajar y competir en la medida de que sea capaz la iniciativa privada, siendo, según su juicio, éstas las normas recomendadas para la reorganización del mundo después de la crisis mundial. También aludió al comunismo y al totalitarismo, manifestando que aun cuando eran dos sistemas de procedencia diversa, empiezan por adoptar idénticos métodos y acaban por llegar a un mismo término. El comunismo aprueba el método de la abolición de la propiedad privada, expresó el citado prelado, y el totalitarismo, el del desconocimiento de sus derechos. Ambos comienzan por ser absorbentes y acaban por ser dictatoriales.
Como se ve, existe en el ambiente mental del mundo una corriente de pensamientos que, podría decirse, va estableciendo un acuerdo unánime en aquellos puntos que más preocupan y afligen al corazón humano.
La iniciativa privada es, pues, constructiva por excelencia y tiende a la cooperación del esfuerzo general; es, en resumen, el mayor recurso para el progreso, desde que siempre se fundaron en ella las más grandes esperanzas y de donde surgió cuanto de bueno, noble y valioso contiene la sociedad humana.
El hombre que se forma solo y ayuda a formarse a los demás es digno del mayor respeto por cuanto destaca las cualidades de su inventiva en beneficio de la sociedad y se constituye en un elemento sano, útil y activo de la misma.
Las grandes conquistas de la ciencia, como las grandes reformas que experimentó la humanidad, los triunfos en el arte, en la técnica y en todas las actividades humanas, siempre se debieron a esa iniciativa de la inteligencia individual, aun cuando después participaron del beneficio todos en común.
Saber librar la batalla personal en lo interno de cada uno, constituye el primer impulso para hacer surgir de sí mismo el ser capaz. Y la capacidad, como condición activa de la inteligencia, es la dínamo propulsora de las energías proyectándose sobre la vida en manifestaciones de iniciativa particular.
Carlos Bernardo González Pecotche